miércoles, 1 de junio de 2011

El adelantado

La última vez que ocurrió algo semejante fue cuando hablé con los personajes de uno de los más famosos novelistas del país. Yo era, en justa correspondencia, el crítico literario más agudo y temible del suplemento literario más leído, también, del país. Vivía casi con rutina en el tuétano de esta realidad superlativa. No percibía que, por el contrario, la circuncisión se ceñía cada vez más a mis flancos y podía salir despellejado en cualquier momento.
Tenía una relación de amor desmesurada con este escritor. Me sacaba cabeza y media de estatura. Cuando nos abrazábamos apretaba el moflete contra su pecho mientras él brisaba la mata de mi coronilla con el mentón. Mis manos cómplices se reunían en su espalda enroscada para abarcarle en secreto. Él, al no poder hacerlo (tendría que levantarme del suelo) posaba las suyas en la ángulo que forman el cuello y los hombros y extendía sus dedos fríos por el pescuezo.
Teníamos una relación fecunda y formábamos un tándem de lujo. Éramos parte de una obra literaria-cultural en marcha. Él escribía y yo sancionaba. Ejercía con fascinación el rol de comadrona. Mi presencia en la gestación y posterior asistencia en el parto eran fundamentales. La distinción entre los posibles abortos naturales o provocados no me concernía; lo importante era evitar el conocimiento o la presencia de testigos incómodos.
En el tono de nuestra correspondencia atisbábamos ya,¡ay!, la presencia de terceros, que hieráticos o gozosos comenzaban a congregarse en los márgenes de las cartas.
Constituiamos la conjunción tutelar de nuestra jurisdicción literaria, y recibíamos desde resentidos aliviados parabienes de escritores, editores, lectores y críticos sin inmutarnos. No alimentábamos la vanidad porque vivíamos a expensas de ella.
Pero este proceso requería una serie de gestos y signos que debían emitirse sin dar el mínimo traspiés. Y yo, en un veloz episodio, destruí toda nuestra obra; o mejor, mi participiación en ella, en todos los órdenes cimentados bajo nuestra soberanía.
Nos encontrabamos ya en la tarde de esta marcha triunfante. Es un momento delicado, decisivo. La percepción social (de la sociedad literaria se entiende) se vuelve caprichosa y juzga con dureza una novela fallida o un mala racha, y por supuesto un beso al fondo de todas la posibilidades. Oscila entre el homenaje apolillado y la denuncia tardía y sobreactuada, casi póstuma, por fraude intelectual. Hay que ser muy hábil y cauto para alcanzar el estadío en el que ya sólo se te puede infra o sobrevalorar. Es decir, la historia de la literatura, en la que incluso los olvidos son recordados.
Mi autor acababa de publicar una de estas obras crepusculares y un sector de la crítica había mostrado aprensión o directamente acritud. En momentos así no conviene erigirse como autoridad, o ejercer el poder descarnado. El tratamiento correcto consistía en una dosis proporcional de ironía e indulgencia, y de esta forma integrar el bache en el sentido general del proceso para asimilarlo en la dulce síntesis hacia la que todo debía abocarnos.
Uno de nuestros más avezados escuderos salió en defensa de la novela impugnando la necesaria adscripción jerárquica, en prestigio y visibilidad, para poder criticarla. Encerraba en un establo piafante a todos aquellos que no ostentaban títulos y condiciones psiquícas adecuadas, ya que les desbordaba el resentimiento o la envidia.
Yo había aprendido y luego enseñado a mi cohorte a digerir todo tipo de elogios y críticas, fueran éstas amorosas o envenenadas. Una vez establecido el prestigio este metabolismo resulta imprescindible. Sobre todo si luego se pretende exhalar (y defecar y orinar) Historia.
Se me ocurrió reconvenir a mi pupilo con un artículo de réplica mordaz y que apuntalara la empatía por el prestigio dañado. Sabía que le gustaban las carreras de caballos. Era un gran aficionado al Derby. Primero le recordé que las condición estabulares de un caballo pueden ser decisivas para su rendimiento en la carrera. No habia que ser peyorativo con la estancia, incluso la relativa permanencia en el establo. Con esta alusión esperaba ganarme a los críticos. Pero al final aventuré otro argumento que fue mi ruina. Dejé caer la historia de que tres personajes de la novela me habían visitado en sueños. Era rigurosamente cierto, pero no lo presente como una aseveraciñon. Tampoco lo consideré relevante. Durante mi lectura nocturna ya había notado una voz en sordina, especialmente en ciertos diálogos, que se solapaba a mi ronroneo. Como no lograba doblegar aquel sonido me puse a señalar con el dedo cada línea para ponerlas a mi disposición, pero las letras parecían crecerse sordas tras el rastro de mi dedo. Entonces detuve mi lectura e intenté escuchar su eco. Me di cuenta que el texto quería revelarme algo. Solía leer en la cama tumbado bocarriba, alzando el libro con los brazos como a un niño regocijante. Cuando me cansé lo tiré al suelo y al caer, tras un seco aleteo, sentí que lo había hecho con su propio impulso.
Aquella noche me atravesaron dos sueños diáfanos. En el primero uno de los dos personajes principales, el chico enamorado (en fin...), me pedía qie le ayudase a vencer en una carrera de camareros. Debían llevar sus bandejas repletas de vasos y recipientes repletos de bebidas en una disparatada carrera sin que se les cayese ninguno y siendo al tiempo el más veloz. Después de salir ganador me confesaba que todo lo hacía por la propia satisfacción y que no sentía ningún deseo de compartir el premio con su amada.
En seguida recordé el enfásis con el que nuestro novelista intentaba parangonar aquella carrrera con una justa medieval. A través de esta afectada metáfora supeditaba la suerte y la victoria en el lance a la dama protectora.
El segundo sueño comenzaba en una playa estrecha y larguísima lindante con un grueso rompeolas. Nadaba con el hermano de la protagonista enamorada. Nos dejabamos llevar mansos hasta la orilla y volvíamos braceando hacia el agua en un movimiento pendular. Al caer la tarde la marea comenzó a subir y tragarse la franja de arena que la separaba del rompeolas. El hermano me advirtió del peligro que corríamos, puesto que el mar se había encrespado y acompañaba su acometida contra el parapeto con un rumor creciente. Por lo visto, y no fuí capaz de quebrar la mudez del sueño y preguntarle que hacíamos allí, no había forma de subir por el muro. El hermano me dijo entonces que subiría para buscar la solución y luego volvería para contármelo y que saliéramos de allí. Se encaramó lentamente por una inverosímil sucesión de peldaños labrados en la piedra. Yo me quedé solo dando la espalda al mar que ya rugía, e imaginaba no como una boca gigantesca, sino como un oliente y bestial rictus sin boca a la que atenerse.
Me desperté quieto con la cabeza dando el perfil sobre la almohada. Recordé cómo el autor me había hecho un par de comentarios sesgados sobre este personaje mientras escribía la novela. Intepreté que había intentado hacer de él un guía y salvaguarda del lector; no en vano era el narrador de la historia. Obraba, a veces por la unión a veces por la separación de los protagonistas, siempre de forma desinteresada, fruto de nobles intenciones (era muy buen amigo y hermano de cada protagonista), y provocaba desastres que él valoraba como trágicos destinos.
En el artículo refería la visita de ambos como una muestra más de la impotencia y alienación de las llamadas ficciones frente a la providencia del autor. Intenté hacerlo desde el estatus que me concedía el contacto acreditado para muchos lectores con la novela. Pretendí dotar a sus personajes de la entidad necesaria que les permitiera abrirse paso a través de la lectura y hablarme en sueños para desaprobar, solidarios, algunos aspectos de la estructura y la trama novelescas. Era un discurso hecho en los mismos términos de la obra, y pensé que así podría redimir su escritura de forma cabal y simpática ante la disidencia.
Ocurrió todo lo contrario. El director del suplemento ordenó ejecutar de inmediato dos réplicas contra mi artículo. Desde la otra trinchera sólo se escuchó choteo y mofa. Me tacharon de ama de llaves; una especie de escribano doméstico de nuestro novelista. Mi ironía que yo creía refinada y amable se volvió en mi contra en un agrio escarnio. No acostumbrado ya a estos embates, bien blandito, me vine abajo.
Los dos artículos de réplica censuraban mi falta de rigor y comprensión del texto. Analizaban con argumentos concretos el sentido de la historia y me dejaban pulcramente a la altura de un espectador de telenovelas. Por fin fuí llamado a capítulo por el director y el novelista. Entré en el despacho y me senté, agotado, sin ofrecimiento de su parte. Ellos permanecieron de pie frente a mí un buen rato acentuando de un modo absurdo la diferencia de estatura (el director también era gigantesco y aún más corpulento que el novelista). Mi amigo se sitúo tras la mesa, ocupando la silla giratoria del director. Se rascaba la barbilla un poco alzada con el dorso de la mano. De pronto clavó los codos sobre la mesa dispuesto a escenificar el agravio y la ruptura. Ensayaba un desprecio cermonioso, repitiendo; "porqué lo has hecho, por que has hecho esto". Parecía estar dándose un masaje verbal y no me sentí aludido. El director, sentado en una esquina de la mesa, anunció en seguida que deberían prescindir de mis colaboraciones por una temporada motivado por este ataque inexplicable que empañaba la trayectoria de un reputado novelista vinculado a la casa. Tenía en cuenta mi currículum y esto, según él, me evitaba un castigo mayor. Imaginé que sugería un descabellado litigio judicial, o más bien me temí una condena al ostracismo perpetuo.
Mi amigo dirigía miradas alternativas a mí y al director. Sus ojos eran dos discos duros y brillantes cercados por las ojeras. Respondí que acataba la decisión - "faltaría más", murmuró alguien- pero que había decidido según las circunstancias como todos. Iba a explayarme en un alegato sobre la prudencia cuando el director a través de una mueca replicó que mis circunstancias no eran las suyas. De pronto recordé a Ortega, no por el sentido de ninguna frase, sino por la pajarita que se enlazaba al cuello y del que brotaban unas tiras de carne fláccida que se colgaban como lianas de la base del mentón.
Me excitó mi nueva condición de Judas, de traidor, que suponía el inicio de una catarsis, de una purga profunda que me acompañaría siempre si mantenía vivo mi genuino pecado y me libraba del muñeco público en que me había convertido.
Ignoro si no fue por una cuarentena prescrita, pero no he encontrado trabajo hasta pasado un año en un diario regional, un adelantado, aunque prefiero no decir de dónde. En seguida me puse a trajinar en la sección de cultura, pero me aparto, inducido por mis superiores o deliberadamente, de la literatura nacional. A veces escribo algún artículo en un suplemento semanal de ocio sobre un tema,que deviene anécdota, relacionada con la literatura universal. Muchos pensarán que estoy en la última frontera. Cuando ojeo a escritores locales y hago alguna recensión me pego al brocal de un pozo y asomo la cabeza hacia la oscuridad húmeda donde oígo como cada gota con un sonido denso horada la roca.
La hecatombe polémica que produjo mi artículo y posterior decapitación siguió dando de sí varios meses. La intensidad esotérica propia del mundo literario no afectó a otras esferas. Ni tan siquiera una leve resaca o reverberación. El resto de ámbitos periodísticos, y no periodísticos, no dió cuenta de nada. Pienso que no lo hacen porque basculan entre una suerte de consideración supersticiosa y la indiferencia total. Al resto de lectores estas luchas no les interesan a menos que la refriega alcance un nivel considerable de insultos personales ( y cada vez se omite con mayor escrúpulo nombrar siquiera a nadie en las columnas de opinión) o de daños dialécticos ( también cada vez más inocuos). En nuestro mundillo la habilidad retórica y maniobrera para encubrir los deseos de mando y protagonismo, o para simular los verdaderos motivos de las denuncias y quejas (provocados por una situación adversa en este mismo sentido), constituyen su materia esencial. La endogamia de este gremio subsistirá mientras los poderes políticos que la soportan sigan reverenciándoles como a sumos sacerdotes y sacerdotisias y siguan otorgándoles sus coutas de poder insitucional y simbólico. Aunque por la estructura de esta historia parece inevitable, no quiero presentarme como una víctima agraviada. Lamento la deriva de alegato pedagógico y transnochado que ha tomado mi última reflexión, pero tampoco deseo suprimirla. Me he dado cuenta que el rencor honesto y no vergonzante, puede esgrimirse como un acicate social creativo en este mundo sin roces ni picaduras. Y yo estoy resentido, y al mismo tiempo me siguen pasando cosas.
Imagino cómo algún destacado escudero habrá pasado a ocupar mi puesto. No he vuelto a leer el suplemento. Mis nuevos compañeros lo ponen al alcance de mi vista para que lo comente con ellos, pero yo lo evito con bastante flema. Hace unas noches soñé que unos esbirros del nuevo crítico mandarín me seguían por la calle y dejaban notitas con amenazas incomprobables en las que me advertían de la necesidad de guardar silencio. Todo un poco parapoliciaco.
He alquilado un apartamento a un viejo. Está amueblado como todos los pisos compartidos en lo que viví cuando estudiaba. Los armarios y la cómoda del salón se muestran concentrados, adustos, y por eso mismo adoptaban una pose de piezas esculturales, acartonadas por la falta de uso. Como cada uno de nosotros guardaba su ropa, papeles y demás cosas en las habitaciones se limitaban a escenificar un lugar común. En las inconcebibles vitrinas, y en algún estante, solía reposar un jarrón moteado de florecillas, sobre cuyo contenido nos daba grima conjeturar. Las cortinas blancas y trenzadas colgaban de las paredes como ridículas costras, velando un tipo de intimidad que sólo permitia asomar una nariz helada y goteante.
Ahora soy algo mayor y toda esta panoplia vestusta de objetos ya no me repele. Noto incluso cómo se encorva y malea al ritmo de mis achaques. El otro día viví una reconciliación inconsciente con las cortinas cuando me descubrí acariciando la hinchazón de una de ellas mientras veía pasar la tarde con la ventana abierta.
Pero mi descubrimiento más gozoso ha sido el escritorio. Un auténtico buró. El casero ya me lo enseño con orgullo mientras le palmeaba el lomo. Es un escritorio clásico que se abre y se cierra con un abanico de madera. Tiene sobre su centro desplegable un tapete verde y de la parte frontal le cuelga una lamparita. Lo más delicioso es la cantidad de cajones y cajoncitos con que está equipado; cuatro grandes abajo, a derecha e izquierda, y siete pequeñitos arriba, cuatro a la derecha y tres a la izquierda. En un gesto de confianza comencé a abarrotarlos de papeles y chachivaches. Cuando me siento a trabajar me enfundo en un traje repleto de bolsillos agilmente ordenados. Bajo esta circunstancia ocurrió una suerte de reedición del sustancioso encuentro que ya había mantenido con personalidades "artísticas"...